Era viernes por la tarde y yo no hacía más que rezar para que llegara cuanto antes la hora de salir de la empresa. El último día de la semana solía salir antes que el resto, pero esta vez tenía el coche en el mecánico y quería aprovechar para trabajar hasta poco antes de la hora que me habían dado para ir a recogerlo.

 

Además, luego tenía que preparar la cena para unas amigas y quería impresionarlas, así que no debía llegar tarde al mecánico para no retrasar tampoco mi sesión de cocinera y poderlas recibir con todo listo.

Un cuarto de hora antes de salir mi teléfono fijo sonó. Era una llamada interna que se realizaba desde la extensión de “la Hermanísima”.

– ¿Sí? –dije.

– O-Hola –titubeó ella al otro lado.

– Hola, dime.

– A-Ana, ¿a qué, qué hora te vas?

– Pues, en breve, ¿por? –“Por”. Yo dije “por”. ¡¿Por qué tenía yo que preguntar nada?! Esa era la pregunta. Sólo con haber recordado, aunque hubiera sido fugazmente la última vez que algo así ocurrió, debería haber reprimido las ganas de invitarla a decirme nada.

Permitidme un breve inciso. En aquella ocasión, me llamó porque estaba realmente preocupada por un encontronazo que habíamos tenido a raíz de un cruce de correos electrónicos en los que ella se daba por ofendida por unas frases mías que había malinterpretado. Fuimos a tomar café fuera del recinto empresarial y me habló de cuán grave situación era la suya, de lo mucho que estaba sufriendo porque se sentía mucho más comprometida con la empresa al ser hermana de quien era, y un largo etcétera. Yo le preguntaba por qué no buscaba entonces otro trabajo, pero se mostraba como la salvación de Javier, tenía que ayudarle, él se lo había pedido y, a pesar de su estrés, su sufrimiento y el estancamiento de su carrera, no podía negarle su ayuda.

Tras esa lista de razones por las que poder pasar por una santa del siglo veintiuno, introdujo lo que todos los compañeros ya sabíamos: su particular fracaso con su último y único novio. Habían tenido una relación de más de ocho años, los últimos en convivencia hasta que decidió trasladarse a la capital para poder estudiar un máster. Pero poco después de volver, él la sentaba en el sofá del salón para confesarle algo que, según ella, llevaba años sospechando: era gay. Yo pensé lo que creo que cualquiera podría haber supuesto que iba a hacer ella en ese momento. Así que, sin miedo a equivocarme, le lancé la pregunta:

– Entonces te fuiste de casa.

–¿Yo? No, claro que no. No tenía dinero para pagarme una casa, ni amigas para compartir piso. No quería irme a vivir de nuevo con mis padres, así que le pedí que dejara que me quedara hasta encontrar una solución.

– Pero ¿no era una situación difícil? Quiero decir que, sería duro para ti, que seguías queriéndole, ¿no?

– No creas, fue fácil… si seguíamos durmiendo en la misma cama y todo.

– ¿Cómo?

– Sí, es que desde ese momento y hasta ahora, somos súper buenos amigos, ¿sabes? Era muy divertido acostarnos y poner la televisión, porque como yo ya lo sabía todo, podíamos decir qué chicos nos gustaban más de los que salían, y cuáles no.

– Pero ¿no te dolía?

– Mira, mis padres son muy severos, yo no podía volver allí. No tenía dinero, así que… – pero ¿¡cómo se puede ser tan materialista!? ¡Que tu novio es homosexual, tía! –luego se enteró mi hermano y me prohibió vivir con él, así que empecé a trabajar con Javier y mi otro hermano me dejó vivir en su piso, que lo tenía desocupado porque vivía en el de su novia.

– Ya. –pero mi intento por ser agradable, por escucharla, y por hacer que se sintiera comprendida, no sirvió de nada. Su cadena de “e-mails bomba” siguió su curso, no sé si para irritarme y hacerme duros mis días, o bien para que los socios consiguieran creer que sus insinuaciones eran verdad.

Tras éste… no tal breve inciso, supongo que os daréis cuenta del tema. En una ocasión Javier lo dijo claramente: yo sabía perfectamente que era gay. Desde el primer día. ¡Si me miraba más a mí que a mi hermana!, pero como los veía bien, y también es cierto que suele pasar que me miren mucho, lo olvidé.” Un poquito de morro contarnos una intimidad así de un familiar tan cercano, pero bueno, lo importante es que nos diéramos cuenta de lo gran observador que era, que él ya se había dado cuenta desde el principio, y de la admiración que despertaba en los demás.

Lo que nunca refirió y de lo que yo sí quiero dejar constancia, es de la gran capacidad como mujer que su hermana poseía. Porque cualquiera podría pensar que no tenía dignidad, pero eso es tan sólo un comentario que haría una persona superficial. En realidad, es merecedora de mil alabanzas, porque supo clasificar en orden de preferencia sus prioridades. Primero, resolver los problemas de pasta, aunque tuviera que continuar durmiendo con la persona que le había engañado durante más de ocho años, y luego… luego…. Pues luego ¡todo lo demás, claro!

Pero volvamos a la conversación de aquel sensacional viernes, cuando le informaba de que me iba a ir en breve:

– Tienes el coche en el mecánico, ¿no?

– Sí. Ahora paso a buscarlo.

– ¡Ah! Pues ya te llevo yo.

– No, no hace falta.

– Que sí, que sí, que yo te llevo en mi coche.

– Pero si está aquí al lado, no te preocupes –insistí.

– Y ¿qué más da?

– Pues que no vale la pena, que no te preocupes.

– No me preocupo, pero te acerco.

– Es que antes tengo que ir a sacar dinero, así que ya voy yo sola y así no tienes que andar dando vueltas. –El nerviosismo empezó a apoderarse de mí.

– Aixxx… de verdad, Ana, ¡cómo eres! Pues hacemos las dos cosas y ya está dijo impaciente.

– Oye mira, no te preocupes, de verdad, que me voy dando un paseo. –Te lo ruego, Dios mío, si existes, no permitas una encerrona como esta, ¡por favor!, recé.

– ¿No quieres que te lleve? –dijo en tono tirante.

– No, si yo lo digo por ti, porque está muy cerca todo y me voy caminando, que hace buena tarde, no por nada más.

– Bueno, vale…, –¡síiiii, lo he conseguido! – pues en cinco minutos estoy ahí.

¿Cuántas veces había dicho que no? Que ella escuchara, ninguna. Y parece que una negativa no vale cuando no te están preguntando si quieres una cosa o tal otra, simplemente te informan de que va a ocurrir algo. ¿Cinco minutos? En dos ya estaba en mi mesa.

– ¿Vamos? –dijo sonriente.

– Sí, claro, –contesté forzando otra sonrisa.

Y nos subimos al coche, y fui al cajero automático a sacar dinero, y luego, por fin, tras un corto pero tenso trayecto, llegamos a la esquina donde estaba situado mi mecánico. ¡Por fin!

– Bueno, muchas gracias –dije yo– aquí no puedes pasar, es un callejón sin salida.

– No importa –contestó– ya te espero aquí. –Y puso los cuatro intermitentes de emergencia para avisar al resto de vehículos de que estaba parada. Pero ¿a qué esperaba?

– Te invitaría a un café –dije sin entender que eso era lo que ella esperaba pero es que tengo cena esta noche, y no me da tiempo. Lo siento. Nos vemos el lunes.

– ¡Ah!, tranquila, no pasa nada. –Suspiré aliviada sin imaginar que a eso precisamente iba a aferrarse Si nos tomamos el café en cinco minutos, mujer. –¿Cómo? ¡Maldita sea! Que no quiero ir contigo a ningún sitio, ¿es que hay que ser maleducada para hacerse entender? ¿dónde puedo esperarte por aquí? –asomó su grasienta cabeza ¿en la parada de taxis?

– Sí, claro, ahora mismo voy.

Fui a por el coche, maldiciéndome a mi misma por la torpeza, intentando centrarme en cómo escaparme cuanto antes, me subí, y no había llegado al lugar acordado cuando la vi. Debió pensar que igual me escabullía antes, y no le faltaba razón, porque bien sabe Dios que pensé en hacerlo. Y tocó alegremente el claxon haciéndome parar junto a su coche.

– Los bares del polígono estarán cerrados. ¿Vamos por donde tú vives? Está bien para aparcar, ¿verdad? –¡Qué contenta estaba! Pero si, según ella, yo era tan odiosa y tantos mails groseros y malintencionadas le mandaba, ¿por qué quería estar conmigo?

– Sí, claro, ya tiro yo delante. Llegamos en seguida y vi un hueco, así que le hice gestos para que aparcara ella, pero se negaba, ¡qué educada!, me lo dejaba para mí. Tengo parking. –dije bajando la ventanilla al llegar a su lado.

– ¿¡Qué!? ¿¡En serio!? ¡Qué guay, tía! –pensé que se reía de mi ¿¡Puedo verlo!? –¿” Ein”?

– Sí, supongo que sí. –dije sorprendida. ¿Qué interés puede tener un aparcamiento?

Bajamos, aparqué, pero casi no miró en realidad cómo era. Y yo, debo reconocer que estaba demasiado superada por la situación, sólo imaginaba que le sonaba el móvil, le informaban de un incendio en su casa y salía pitando. Algo así de grave debía ser, desde luego, para que se largara… pero no ocurrió. Así que subimos hacia la calle y justo en la puerta se frenó:

– Dime, Ana, ¿cuál es tu casa? –dijo mirando hacia la pared. La mala suerte, hizo que yo viviera justo hacia donde ella miraba, claro.

 Ahí –dije señalando hacia las ventanas.

– ¡Ah! Entonces esa debe ser la ventana del salón, ¿verdad?

– Sí –contesté.

– Y esa la de tu habitación –asentí con un gesto de cabeza ¿y esa?

– Es la de la otra habitación. Y la del baño está en la otra esquina. ¿Vamos al bar? –ya hasta empezaba a tener miedo…

– ¡Jo! ¡Qué bonita! Tiene que estar muy bien, ¿verdad? –decía sin moverse.

– Se está haciendo un poco tarde, ¿no? –dije ya seria, apremiándola.

– Es que, no acabo de imaginármela bien, ¿eso es la cocina?

– Sí. –me rendí. No podía más ¿Quieres subir?

– ¡Claro! –dijo corriendo hacia la puerta. ¡Mierda!, pensé. Caí en su trampa. Al final la hermanísima no era tan tonta como parecía…

Ya en casa, lógicamente, tuve que enseñársela, eso sí, lo más rápidamente posible. Le serví una bebida, y yo comencé a tragarme la mía rápidamente, escuchando sus tonterías de súper-gallardo mientras echaba furtivas miradas al reloj del salón.

De pronto, se escuchó la puerta. ¡Oh!, no… mi marido llegaba en ese momento y ella estaba sentada en su sillón favorito, ¿algo peor puede pasar? Por supuesto, siempre puede ir a peor:

– ¡Hola! –saludó él, que volvía de hacer “footing” Te conozco, pero ¿quién eres? –sublime, sólo me faltaba que le hiciera mal papel.

– ¿No te acuerdas? –dijo levantándose del sillón para acercarse más a él, sonriendo de oreja a oreja, tocándose uno de sus mechones grasientos con movimientos compulsivos Nos vimos un jueves de tapeo, soy la hermana de Javier.

– ¡Ah, sí! –y dio un paso atrás No te beso porque estoy sudado –mintió con asco.

– ¡Pero si a mí no me importa! dijo, y se le tiró a darle los dos besos.

– Ejem… masculló Me voy a la ducha –Y me lanzó una mirada que me mató. No le había gustado en absoluto que esa “puta gorda”, como la llamó luego, hubiera estado en su salón y mucho menos en su sillón… con todo lo que me había intentado fastidiar en el trabajo, normal, ¡qué estúpida había sido!

– Creo que se me está haciendo muy tarde para la cena. Mis amigas llegarán enseguida.

– ¡Ah! Pues por mí no te preocupes, yo te ayudo y así acabas antes – se ofreció, amable.

– No, no hace falta –ésta no se queda a cenar por mis… Ya me arreglaré.

Y nos sentamos y estuvimos en silencio largos minutos, que parecieron horas, con la música del agua de la ducha al caer como único ruido de fondo.

– Pues yo creo que me voy –dijo al ver que mi expresión muda y seria, por no decir de mal humor.

– Sí, igual mejor. Es tarde ya. –le informé algo cansada.

– Bueno, pues otro día vienes tú a mi casa, ¿eh?

– Seguro –gruñí, y no para mis adentros, como pensaba.

– ¿Eh?

– Que sí, que un día de estos quedamos seguro.

Y entonces entré a la cocina, a prepararlo todo. Me parecía increíble que ya se hubiera ido… Vamos, Ani, que te da tiempo, no pasa nada, todo controlado… Pero antes, un Valium, por favor.

Eva Herraiz.

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